19 Dic La silla roja del Ikea
Imaginen una alquería clásica, tradicional, producto de su entorno, enclavada en una zona bulliciosa y heterodoxa, mar y campo, ciudad y huerta, ruido y silencio. Una construcción con 97 años de vida que, de la mano de sus últimos propietarios, había ido apagando su lustre. Sin embargo, el recuerdo de tiempos mejores no la hacen menos imponente, ni menos histórica, ni menos atractiva. Su encanto se mantiene intacto. Su influjo sobre aquellos que la visitan, también.
Un buen día, la propiedad cambió de manos. Las condiciones en las que se hizo la compra-venta dan para diecisiete relatos, pero eso lo dejamos para otra ocasión. El caso es que llegó un nuevo dueño, con sus ideas, con su plan. Los vecinos y asiduos a la alquería, mientras, esperaban con expectación e ilusión a que reverdeciesen viejos laureles, a que la nueva propiedad diese lustre y nuevos bríos a una construcción desgastada pero todavía orgullosa y simbólica, lo suficiente para que muchos hubiesen deseado ser propietarios del inmueble.
El nuevo dueño comenzó lentamente a mirar, observar, analizar y ponderar. En lo más profundo de la alquería, en su corazón mismo, se erigía una cocina de las de antaño, con unos estupendos fogones de gas, una mesa robusta y barnizada con tonos oscuros, un banco de mármol pulido, y madera y cerámica por doquier. Una maravilla de lo artesanal, con algo menos de brillo y lustre tras años acumulando polvo y desgaste, pero nada que una buena limpieza y restauración no pueda remediar.
Entonces, el nuevo dueño compró una silla roja del Ikea y la plantó en la cocina.
El efecto visual y sensorial fue tremebundo. De inmediato, todos los visitantes de la alquería detectaron ese objeto chirriante en su entorno. No cuadraba. No encajaba. No sabían cómo decirle al dueño, en quien confiaban para dar una nueva vida a la alquería, que esa decisión no fue sido del todo acertada. Pero, pasado el tiempo, se lo dijeron. Al principio con la boca pequeña, algo más directamente pasado un tiempo. Aunque el dueño estaba encantado de la vida con su movimiento de piezas, los visitantes -que se sentían, en parte, propietarios de un pedacito del inmueble aunque sólo fuese por valor sentimental– le indicaron de muy buenas maneras que quizá lo ideal sería buscar una pieza de mobiliario que sí encajase con el resto.
Lejos de hacer caso, el dueño insistió. «Quizá la culpa no sea de la silla», pensó. «Quizá haya que cambiar la mesa, la cocina, los fogones, el banco… Y luego el salón, el recibidor, la planta de arriba, la fachada…». Todo, de arriba a abajo.
Dicho y hecho: un buen día, el dueño congregó a toda la gente de la localidad en la puerta de la alquería para mandarles un mensaje. «¿Veis la silla? La silla es cojonuda. Maravillosa. No podría estar más contento de haberla elegido. Es todo lo demás lo que tiene que cambiar».
«Incluidos vosotros».
…
Dudo que como relator de cuentos infantiles pudiese ganarme la vida, pero creo que el símil relativo a la situación actual del Valencia CF queda bastante claro. Al menos, tras la estrambótica rueda de prensa del pasado jueves protagonizada por Layhoon y Suso, los roles quedaron asignados de manera inequívoca.
Meriton y Lim son el dueño, la estridente silla roja son sus decisiones desde que llegaron aquí… y los que estamos equivocados, los que no tenemos ni idea, somos los demás. Y pretenden que los jugadores cambien, que los técnicos cambien. que los aficionados cambien, que el sentimiento cambie, que el entorno cambie, que la prensa cambie, que todo cambie, antes de reconocer que quizá, sólo quizá… la puñetera silla es horrible. Y que habría que buscar otra más apropiada a la casa valencianista en la que está para poder revertir una situación en la que el inmueble pierde valor a pasos agigantados.
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