«¡Qué bien vivís los periodistas!»: una historia de periodismo deportivo en 2016

20 Jul «¡Qué bien vivís los periodistas!»: una historia de periodismo deportivo en 2016

«¿De verdad quieres estudiar periodismo?» La primera pregunta llega acompañada de un tono de absoluta incredulidad en tu propia casa. Tus padres no dan crédito: ¿por qué estudiar una de las profesiones con mayor tasa de paro en España? ¿Por qué renunciar a otras carreras más atractivas, al menos en lo que se refiere a futuro laboral? Pero tu resistes el envite. Te plantas. Quieres ser periodista. No sólo eso: quieres ser periodista deportivo.

Lo llevas en la sangre. Llevas toda la vida pegado a la radio, al transistor, a la tele. Has pasado de comprar todos los cromos y coleccionables de La Liga a memorizar compulsivamente nombres del Calcio, el once titular del Leicester, las estadísticas de Nani antes de aterrizar en Valencia… Te tragas todos los partidos que echan por televisión, por Internet, y pronto pasas al baloncesto, al tenis, al ciclismoLo tienes claro. Más claro, desde luego, que el resto de tu entorno.

Arrancas tu periplo en la facultad y pronto tu cabeza está llena de conceptos la mar de atractivos: ‘deontología’, ‘rigor’, ‘honradez’, ‘información’. Al menos, sobre el papel. La realidad es que, mientras tratas de abrirte camino a base de tuitear o bloguear compulsivamente («¡mi artículo ha llegado a mil visitas!»), enciendes la televisión y el panorama empieza a agobiarte. Esperas los resúmenes de la jornada, análisis de los partidos, y se te obsequia con cinco minutos de los abdominales de Cristiano Ronaldo, otros cinco de gente esperando en una rotonda de una localidad madrileña a un Porsche conducido por James Rodríguez y otros cinco con el último Vine compartido por Neymar. Y piensas que nada de eso aparece en las materias que estás dando en clase.

Pero no te importa. «Cuando llegue al lugar que quiero, cambiaré el enfoque. Haré la información deportiva que merecemos«.

Pronto, descubres que tus compañeros de carrera no son demasiado proactivos a la hora de buscarse la vida. Esperan pacientemente -en el bar de la facultad, por ejemplo- a que llegue su periodo de prácticas, y apuntan alto: Atresmedia, Mediaset, los dos o tres periódicos de más tirada de la comunidad autónoma… Y claro, las prácticas deben estar remuneradas, porque de lo contrario «no me apetece trabajar gratis». Pero tu no eres así. Tu quieres empezar desde abajo, y te armas de currículums una mañana y te pateas todas las redacciones de la ciudad. No importa si es prensa, radio o televisión: quieres aprender, quieres ‘romper mano’, y sólo moviéndote esperas llamar la atención de alguien.

Tu campaña de ‘spam’ funciona. Acaban llamándote de una pequeña radio en la que tu perfil les interesa para el verano. Información deportiva. «¡Estoy dentro!». La emoción de los primeros días, el nerviosismo inherente a tu debut ante el micrófono, los errores y cagadas de tus primeros compases («le pasa a todo el mundo», te disculpan)… Vives tu sueño al máximo. Y te da igual hacer seis, ocho, diez horas diarias de lunes a viernes. Lo disfrutas. Te gusta. ¿Unas condiciones laborales decentes? «Ya llegará…».

Pasa el tiempo. Pasan los meses. Acabas tu periodo de prácticas, pero se te renueva el contrato. Ves desfilar a gente en la redacción. Un ERE tumba a la mitad del personal, y la otra mitad se ve obligada a ajustarse el cinturón y a redoblar esfuerzos. Un día, te llaman al despacho. Van a contratarte. Media jornada. «¡Voy a cobrar por trabajar!» Eres joven, tienes ganas, y esos 600 euros te saben a gloria. Al fin puedes decir en casa, a esos padres que llevan meses diciéndote que deberías buscarte otro trabajo, que estás contratado. La media jornada en realidad tiene ‘truco’ y te toca trabajar prácticamente el doble de horas de las estipuladas, festivos inclusive, pero no importa. Lo vuelves a disfrutar. Te gusta. ¿Un sueldo digno? «Ya llegará…».

Pasa el tiempo. Pasan los meses. Ganas peso en la redacción, aunque sea porque el ‘equipo’ se ha quedado en cuatro, luego en tres, luego en dos personas. Los días se hacen cada vez más largos mientras cumples años a una velocidad desconcertante. Ya no eres ese niño de la facultad, que dejaste atrás hace tiempo. Cuando te das cuenta vas camino de los treinta y la única novedad destacable llegó hace poco, cuando tu jornada pasó a ser completa y tu sueldo aumentó hasta la increíble cifra de… 800 euros mensuales. Ah, y como autónomo, claro. El último recorte salvaje en tu empresa ha dejado la redacción en los huesos. «Aún tendré que dar gracias de seguir aquí…», piensas.

Tu vida social al margen del trabajo es escasa, por no decir inexistente. ¿Quién tiene tiempo para esas minucias cuando entras a las nueve y sales de la radio, del periódico o de la tele a las seis o las siete de la tarde? Los fines de semana corren idéntica suerte: saldrías por ahí a tomar una copa, pero hay una retransmisión que hacer esa misma tarde, o la mañana siguiente. Hace tiempo que entraste en un bucle, y tú mismo eres consciente de que los días pasan como quien pasa las hojas en un libro, todos idénticos, todos anodinos, todos sumando carga mental a un cerebro saturado de falsas expectativas, un futuro incierto y perspectivas nada alentadoras.

Todo eso sucede mientras los jefes de prensa de turno llaman a tu superior para pedir tu cabeza por destapar una noticia, o ves el trato de favor de este o aquel club a otro medio por mamársela vilmente, o descubres a diario como ‘fusilan’ esa noticia que tantas horas te ha costado conseguir sin citarte. Ocurre todo tan a menudo que ya no te sorprenden los mensajes amenazadores por contar la verdad, o la confluencia de intereses en el día a día de la información. Vas a tu bola y tratas de hacerlo lo mejor posible. Es, de hecho, lo único que sabes hacer: no se te da bien hacerle la rosca a los jefes ni pelotear a aquel directivo que, llegado el momento, puede catapultarte hacia una posición confortable.

Entonces… ocurre.

«Tenemos que prescindir de ti», te dice compungido tu director, ese que se embolsa miles de euros anuales por realizar todavía-no-se-sabe-qué función. Recoges tus cosas y te marchas. Ya eres uno más. Uno de cientos en la calle. Tiras mano de tu agenda y tanteas, llamas, preguntas. En la tele, ahora que dispones de más tiempo, sigues viendo los abdominales de Cristiano, el yate de Messi, los mordiscos de Suárez. Oteas el horizonte y compruebas que triunfan las gilipolleces, la glorificación de la anécdota y la polémica más chabacana. Constatas el éxito de aquellos que más gritan, que más vociferan, insultan y soflaman al personal.

Te hundes en el sillón de casa de tus padres mientras repasas los Whatsapps con las dos o tres alternativas laborales a corto plazo. ‘Media jornada’, ‘colaboración’, ‘200 euros al mes’, ‘no podemos contratar a nadie’. Conceptos que han sustituido a los aprendidos diez años atrás. La imaginación echa a volar involuntariamente y piensas en la vida que deberías tener, en el esfuerzo realizado, en la ilusión y horas invertidas en hacer algo de provecho para la sociedad. La situación empieza a agobiarte, así que coges la chaqueta y sales a dar una vuelta. Y en el bar de la esquina te topas con un par de amigos, cerveza en mano. Es viernes noche, pero hace años que no sales por culpa del partido del día siguiente. Os ponéis al día y te preguntan por el trabajo. No les cuentas nada, no quieres avergonzarte. Sólo que andas «muy liado, como siempre».

«Eso no te lo crees ni tu. Seguro que, con la de horas que haces, estás ‘forrao’. ¡Qué bien vivís los periodistas!«

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