The Damned Valencia

06 Feb The Damned Valencia

«La realidad de la vida futbolística es esta: el presidente es el jefe; luego viene la directiva; luego, el secretario; luego, los hinchas, los jugadores… y finalmente, el último de todos, en el fondo del montón, abajo de todo, ese de quien al fin y al cabo se puede prescindir: el puto entrenador» Sam Longson, presidente del Derby County 

1 de diciembre de 2012. Seis de la tarde. Manuel Llorente suspira en el palco de Mestalla mientras el balón echa a rodar. El Valencia se mide a la Real Sociedad. Goles, caos, pitos, pañuelos.

1 de diciembre de 2012. Nueve y media de la noche. Manuel Llorente acaba de destituir a Mauricio Pellegrino como entrenador del Valencia. Su entrenador. Su apuesta personal.

Un par de semanas atrás, Pellegrino asistía junto a su homólogo granota Juan Ignacio Martínez a una proyección del film «The Damned United» (Tom Hooper, 2009). En la charla-coloquio posterior, muy jugosa debido a la claridad meridiana con la que ambos protagonistas se expresaron, el «Flaco» se descolgaba con una frase que, vista en perspectiva, no deja de resultar irónica: «Ahora no son buenos tiempos para la figura del entrenador. Te sostienes en una silla de palillos o de cristal».

No, desde luego no corren buenos tiempos para los entrenadores. En general, no corren buenos tiempos para nadie en absoluto.

Un extraño entre nosotros

Clough: «Podría aceptar y esperar cierta frialdad inicial. Es perfectamente normal. Pero no pasará mucho tiempo hasta que se den cuenta de que soy un hombre justo, un hombre amable, un hombre cordial. Y quizá a mis órdenes se den cuenta de lo que es vivir en el seno de una familia feliz.»

Entrevistador: «¿Pero cómo supones que no eran felices con Don durante tanto tiempo?»
Clough: «No hubieran jugado al fútbol así de haber sido felices…»

Es inevitable establecer paralelismos entre la situación afrontada por Pellegrino en su aterrizaje en el Valencia con los 44 días que Brian Clough pasó como manager del Leeds United. Vaya por delante que no quiero comparar la capacidad ni las cualidades técnico-tácticas del «Flaco» con las de «Big Old ‘Ead». Son personajes muy diferentes: el primero acaba de arrancar, como quien dice, su aventura como técnico en la élite; el segundo, por contra, hace años que se ganó un puesto de privilegio, merced a sus logros deportivos, en el exiguo espacio que separa la realidad de la leyenda. No, la comparación no es apropiada. Ni justa. Tampoco lo sería con los cientos de entrenadores que han vivido situaciones similares en cualquier club de cualquier categoría de cualquier campeonato del mundo. Sí que lo es, en cambio, la coyuntura en la que ambos entrenadores se encontraron a las primeras de cambio. Un panorama demasiado habitual, dado que hablamos de la figura menos protegida, las menos respetada en muchas ocasiones en el mundo del fútbol. Del tonto sin paraguas en un día de lluvia. Del que pocos se acuerdan cuando todo va fenomenal. Del que se come los marrones cuando las cosas se tuercen hasta llegar a la inevitable destitución con la que acaban todos esos fugaces idilios entre técnico y club.

Especialmente difícil suele ser la transición entre la metodología de trabajo del técnico que se marcha con las nuevas técnicas y hábitos de entrenamiento que el nuevo míster trata de implantar. Y más todavía cuando concluyen etapas largas, de varias temporadas consecutivas. El que se marcha siempre deja una base sobre la que trabajar: un poso con virtudes y cualidades sobre las que armar una escuadra competitiva; pero también de defectos y vicios producidos por el desgaste y el hábito del trato diario entre jugadores y cuerpo técnico. Sucede en el film entre Don Revie y Brian Clough, y sucedió entre Unai Emery y Mauricio Pellegrino. El «nuevo», el «outsider», el que se pone nervioso la primera vez que mira cara a cara a sus jugadores, el que viene a turbar la paz instaurada en las cuatro paredes que constituyen el santuario de los futbolistas, tiene además la obligación moral de agradecer lo bueno que ha heredado y callar y trabajar para mejorar aquellas deficiencias que se encuentra desde el primer día. Por muy evidentes que sean.
 
Y especialmente, como fue el caso -hablamos de Brian y de Mauricio-, cuando accedes al club en un buen momento deportivo.

«Lo mejor será que os lo diga ya: puede que seáis todos internacionales, y que todos hayáis ganado todo lo que se puede ganar en este país con Don Revie. Pero en lo que a mi respecta, lo primero que podéis hacer por mi, es coger vuestras medallas, vuestros trofeos, copas, cazuelas y sartenes, y tirar todo eso al mayor contenedor que encontréis. Porque no habéis ganado nada de forma justa. Lo habéis conseguido todo haciendo trampa.» Brian Clough, a sus jugadores durante el primer entrenamiento con el Leeds United.

La charla del primer día de Pellegrino con sus jugadores no fue por esos derroteros, aunque el mensaje es el mismo cada vez que un nuevo capitán toma el timón del barco: borrón y cuenta nueva, hay que ganarse el puesto, jugará el que más en forma esté… Topicazos. Esa es la filosofía vital teórica del 99% de entrenadores al principio de su carrera. No obstante, las experiencias dentro de la caseta van moldeando, golpeando y cambiando la forma de pensar del técnico cual martillo en un yunque al rojo. Los códigos se van imponiendo. Las jerarquías salen a relucir. Al igual que el jugador evoluciona y madura a lo largo de los años, el entrenador afina la gestión de recursos con el paso de las temporadas merced a las pequeñas guerras diarias con sus pupilos. Se dice, con razón, que un entrenador no puede ser amigo de los jugadores. Es imposible cultivar una relación así con personas que te lanzan pulsos día tras día.

En el primer duelo copero entre Derby County y Leeds United, Clough extramotiva a sus jugadores metiéndoles en la cabeza que son «iguales» a los futbolistas del rival. No lo son. El resultado: un 0-5apabullante tras el que Revie ignora al entrenador local, enrabietando a Clough. En sucesivos enfrentamientos el histórico técnico de Middlesborough va cimentando el aspecto psicológico hasta culminarlo con una charla motivacional prácticamente en silencio, varios minutos, repasando de igual a igual con cada futbolista su rol durante el partido, hasta alcanzar una súbita explosión de rabia y energía colectiva instantes antes de saltar al césped. Resultado: 2-1, victoria del Derby County. Eso sí, el entrenador ha pasado los noventa minutos refugiado en su despacho, incapaz de soportar la tensión del envite, subiéndose por las paredes mientras escucha a través del cemento la vibración de la grada, los vítores de los aficionados, el estallido de júbilo final.

El primer partido oficial con Pellegrino al frente fue el sorprendente 1-1 en el Bernabeu. «Ja tenim equip» fue la frase más escuchada de la noche. «Hem tornat», escribió Albelda. Las expectativas se dispararon a las primeras de cambio. La evolución natural que hemos observado en el ejemplo anterior jamás se produjo. La exigencia del Valencia, de este Valencia, de este club acostumbrado (¿malacostumbrado?) a la excelencia hace una década, puso el listón en cotas complicadas de alcanzar para un primerizo. Sí, se puede argumentar que escoger Pellegrino fue una decisión errónea desde el principio. En ese caso, habrá que preguntar al que puso su nombre sobre la mesa en primera instancia, a sus asesores y a aquellos que a la postre dieron luz verde para su contratación. Este análisis se centra en otros aspectos. Concretamente, en un término o palabra evanescente y quizá algo etérea, pero en cuyo interior se pueden extraer las glorias y miserias de cualquier cuerpo técnico actual.

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Vestuarios que matan

Clough: «No tengo por qué justificarme ante vosotros. Ni por cómo o cuándo hago los entrenamientos, ni por mis fichajes, ni por mis alineaciones»
Johnny Giles: «Ante nosotros no. Pero el sábado por la tarde habrán cuarenta mil personas ahí fuera, antes quienes sí tiene que justificarse»
Resultado del partido: Leeds United 0 – 1 Queens Park Rangers

«El vestuario». Ese concepto. Esa monstruosa entidad capaz de fagocitar entrenadores, devorar preparadores físicos, poner en jaque a directores deportivos y, por descontado, derrocar presidentes. Regresamos de nuevo a aquella charla en el MuVIM el 15 de noviembre: «El jugador está por encima del entrenador, así está el fútbol. Hay muy pocos casos en los que el entrenador esté por encima». Lo dijo el «Flaco» en voz alta, sorprendentes palabras, aunque el mundo del fútbol lo piense de forma unánime. La posición del técnico la determinan sus superiores. Es imposible hacerte respetar si tu jefe no te respalda de manera total y absoluta. Los jugadores tienen un olfato especial para las situaciones de debilidad. Huelen la sangre, por mínima que sea. Y el entrenador lo sabe de primera mano.

Lo sabe, entre otras cosas, porque un alto porcentaje de los preparadores alcanzan la élite en los banquillos tras haberlo hecho en los terrenos de juego. Partiendo de la base, eso sí, de que la gloria sobre el verde no garantiza el éxito como técnico. Clough hizo referencia a esto en otra célebre cita al hablar sobre David Platt, exjugador, entrenador y actual auxiliar de Mancini en el Manchester City: «Algunos piensan que pueden quitarse las botas y ponerse un traje. No se puede hacer eso». Después de la marcha de Benítez y la fallida segunda etapa «ranierista», repasemos los nombres: Quique, Koeman, Unai, Pellegrino y ahora Valverde. Todos fueron futbolistas de Primera División. A su manera, en mayor o menor medida, todos alcanzaron la élite. Algunos ganaron títulos, incluso. Pero su gestión y rendimiento como managers en el Valencia fue y es desigual. Cada uno de ellos estableció unas jerarquías, unos roles, unas funciones dentro del grupo. Cada uno de ellos empleó a jugadores jóvenes y a otros con kilómetros y temporadas acumuladas en sus piernas. Cada uno de ellos trató de ganarse el respeto del vestuario a su manera.

¿Lo consiguió Pellegrino? Es extraño y poco habitual ver manifestaciones tan claras de apoyo a un técnico destituido como las de Albelda, Soldado o Ricardo Costa en los días posteriores a su marcha. De nuevo, el doble filo: habrá quien agradezca el gesto de los capitanes, y habrá quien les achaque a los jugadores que quizá deberían haber trabajado más sobre el campo y hablado menos fuera de el. Es difícil no inclinarse hacia este último posicionamiento. La discusión es inevitable, y más aún en el Valencia. Pellegrino, como otros antes que el y como otros que vendrán, dio el bastón de mando y depositó su confianza en futbolistas a los que consideró los óptimos para llevar la nave a buen puerto. Al fin y al cabo, ellos son los activos más importantes de una entidad: «A nivel empresarial tiene más valor un jugador que un entrenador. El futbolista de nivel tiene un valor de mercado para los clubes que no tiene un entrenador. Si por ejemplo yo digo que no quiero a Soldado, duro tres minutos», dijo semanas antes de caer. Entre risas, bromeando, pero con un mensaje directo implícito en sus palabras.

«Los dueños de los equipos son los jugadores por mucho que uno quiera», agregó. Tardó quince días en sufrirlo en sus propias carnes. Tras un épico partido contra el Bayern (1-1 con un futbolista menos durante una hora), el mejor de la temporada para quien esto escribe, dos goleadas consecutivas en La Rosaleda y en Mestalla precipitaron los acontecimientos. Desde que Valverde tomó las riendas, los resultados vuelven a ser positivos.

Y los futbolistas, insisto, eran y son exactamente los mismos.

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La figura del culpable

«¡No puedes deshacerte de nosotros! ¡Sería un desastre para el club! ¡Y para la ciudad de Derby! ¡Es una locura! (…) Ibamos a crear aquí una dinastía…» Brian Clough, tras ser destituido en el Derby County

El doble análisis al que hacíamos referencia se traslada también a los méritos o deméritos del «Flaco» para haber sido desalojado del banquillo de Mestalla aquella tarde de diciembre. Fríos datos: fue técnico del Valencia durante veintiún encuentros oficiales. En Champions: cinco choques, tres victorias, una derrota (en Münich) y un empate contra el Bayern en inferioridad. Liquidemos la Copa rápidamente: eliminatoria a doble partido ante el Llagostera, al que se doblegó por 0-2 (en un campo impracticable debido a la lluvia) y 3-1. Hasta el momento, números incontestables: equipo clasificado para octavos de la Champions y para octavos de Copa del Rey. La Liga acabaría siendo el factor definitivo. En catorce jornadas, el Valencia acumuló seis derrotas, tres empates y tan sólo cinco triunfos. Encajó 23 goles y anotó 18. Duodécima plaza. 18 puntos. Seis por encima del descenso… y a siete del cuarto clasificado por aquel entonces, el Betis.

¿Guarismos suficientes como para que un presidente destituya a un técnico que, además, suponía una apuesta muy personal? Teniendo en cuenta el calendario, siete puntos no parecían una distancia insalvable con más de cinco meses de torneo por delante. Antes del parón por Navidad, Lille, Osasuna en dos ocasiones, Rayo Vallecano y Getafe no parecían sobre el papel montañas imposibles de coronar. Y sin embargo, a Manuel Llorente no le tembló el pulso. Las sensaciones se sobrepusieron a lo empírico. Las dos goleadas pesaron, sí, pero la imagen ofrecida por el equipo fue lo que acabó por desequilibrar la balanza. Otra noche de cuchillos largos. Otra destitución. Y vuelta a empezar. El proyecto duró apenas cinco meses.

Sin conocer la versión del afectado, intuyo que Pellegrino fue el primer sorprendido esa tarde cuando Llorente le comunicó su decisión. Instantes antes, el argentino puso el pecho para parar los golpes ante la grada, desgastándose más allá de su deber. «Ser valencianista de corazón no es venir a sacar el pañuelo cuando las cosas estan mal. También hay que querer a tu equipo en los momentos difíciles. Esto puede cambiar y para ello vamos a trabajar», aseguró, conocedor de que esas declaraciones le harían ser blanco de las críticas. El tonto bajo la lluvia tenía paraguas, pero optó por cedérselo a sus jugadores -y a su presidente– en busca de un bien mayor. Evidentemente, escuchar minutos después a tu presidente echar por tierra tu argumentario y enseñarte la puerta de salida debe ser lo más semejante a una cuchillada por la espalda. Quizá no por inmerecida, pero sí por inesperada.

Al final de la película, Mestalla gritó en contra de una persona y acabó marchándose otra por la puerta trasera. A Pellegrino le traicionó un sector muy concreto del vestuario en el que depositó toda su confianza, y que no quiso o no supo devolver semejante carga de responsabilidad. Escuchar de tapadillo a jugadores con años de carrera a sus espaldas criticar a Gabriel Macayaexcusarse en el aspecto físico para explicar las derrotas ante Málaga y Real Sociedad, cuando una semana antes habían corrido como salvajes ante un especialista en aplastamientos como el Bayern, da una ligera idea de por dónde van los tiros. A Pellegrino le traicionó su subconsciente, quizá demasiado seguro de que el factor personal le sería favorable a ojos del presidente en los momentos de crisis. De que el orgullo de Manolo -que apostó por el- sería superior a su miedo cuando el pueblo se girase, pañuelo en ristre, señalando en su dirección. Se equivocaba. El mundo del fútbol no es tan idílico como Clough reflejó en la última de sus célebres citas: «Si un presidente despide a un entrenador que él mismo fichó, debería marcharse también». Y más en España, donde no dimite ni Dios.

Se equivocó. Se equivocaron. Lo equivocaron. Nadie es totalmente responsable, ni nadie está exento de responsabilidad. El plan del «Flaco» para su Valencia nos quedará para siempre oculto en esos resquicios de fútbol-ficción que todos tenemos reservados en una parte de nuestra memoria. En agosto, todos pensábamos que el Valencia CF 2012-2013 tenía los mimbres suficientes para terminar en puesto de Liga de Campeones. A fecha de hoy, lo sigo pensando. Con la perspectiva que da el paso de las semanas, tras constatar la «reacción» (qué palabra tan injusta) de la plantilla tras el cambio de técnico, había y sigue habiendo margen de mejora para este equipo y para su entrenador. El «Flaco» seguirá formándose y volverá a entrenar, quizá en un escalón ligeramente menos exigente que la silla eléctrica de Mestalla. Crecerá, evolucionará y mejorará como gestor de grupos de trabajo, quizás el factor diferencial a día de hoy entre preparadores buenos y preparadores muy buenos.

Repito, son sensaciones. Las mismas que Llorente utilizó como pretexto para destituir a un amigo. Las mismas que, acertadamente, los detractores del argentino alegan para argumentar su destitución. Las mismas que valen para hacer balance positivo de la nueva etapa con Valverde al frente. Las mismas que me dicen, no se por qué, que Pellegrino y Valencia volverán a cruzar sus caminos en un futuro no demasiado lejano.
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